Jornada de avistamiento de oso de anteojos en Chingaza

Monday, 4 August, 2008 - 00:00

Reproducimos una nota de Javier Silva Herrera aparecida en ELTIEMPO.COM en la que narra su recorrido, junto con un grupo liderado por el biólogo venezolano Robert Márquez, por el páramo de Chingaza, Colombia (a 4000 metros sobre el nivel del mar) con el objetivo de observar algun ejemplar del oso de anteojos, una de las especies más amenazadas de la región andina.

En la nota, el autor señala que si bien no se consigió observar al oso directamente, la expedición si pudo comprobar que habitaba en esta zona, al encontrar huellas y otros rastros de su presencia. Comprobar este hecho resulta muy importante en un contexto en que esta especie sufre diversos peligros, entre ellos la caza furtiva y el avance de la frontera agrícola.

Los invitamos a leer esta interesante crónica en el detalle de la InfoNota.


EL TIEMPO estuvo en jornada de avistamiento de oso de anteojos, uno de los animales más amenazados Por: Javier Silva Herrera
4 de agosto del 2008







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Foto: Javier Silva Herrera




La caminata en Chingaza para encontrar al símbolo de nuestra
biodiversidad avanzó como una seria procesión de Semana Santa en medio
de un páramo que roza los 4.000 metros de altura.


Para
intentar ver a este mamífero que puede ser tan grande como un gorila,
al menos 16 personas nos metimos dentro de un bosque de encenillos,
robles y arrayanes que nos hacía ver como hormigas extraviadas, pero en
el que también viven musgos multicolores, flores púrpuras parecidas a
una orquídea y un grupo de más de mil veteranos frailejones.

Después
de hora y media de recorrido, mientras atravesábamos una capa de niebla
que revoloteaba como un fantasma, y cuando ya el frío se nos había
instalado en todo el cuerpo como una segunda piel, el único oso que
habíamos visto era el que Robert Márquez, el biólogo venezolano que
lideraba la excursión, llevaba dibujado en su camiseta y en la que
sobresalía el logo de Wildlife Conservation Society (WCS), una
organización que trabaja por la protección de esta especie en toda la
región Andina de América del Sur.

Por
eso, mientras el grupo daba otro medio centenar de pasos y atravesaba
un charco de agua cristalina, pensé por unos segundos que este intento
por encontrarme de frente con un osezno de 250 kilos, que puede matar a
un venado de un zarpazo y que al pararse sobre sus dos patas traseras
es tan fuerte como un tractor, era como salir al campo a tratar de ver
a Dios.

Me acordé entonces de
una frase que Márquez había dicho sin sentir vergüenza dentro de la
camioneta que nos llevó hasta el campamento desde donde comenzamos a
caminar: "Yo llevo más de 10 años estudiando a los osos y nunca me he
encontrado de frente con uno".

Me
resigné. Verlo era tan improbable como ganarse la lotería dos veces
seguidas. Pero en el fondo sabía que eso era lo mejor. Porque, al
contrario de lo que sucede cuando alguien va al océano a ver ballenas o
delfines, en las jornadas que buscan avistar osos, lo ideal es que
estos nunca aparezcan. Precisamente, por salir y darles la cara a los
humanos, la especie está a punto de desaparecer.

Muchos
campesinos, en su afán por abrir nuevos lotes de cultivo y de pastoreo,
o por sacar leña, han ingresado al páramo de manera ilegal. Mientras
tanto, el oso, atrapado en espacios cada vez más pequeños, baja
eventualmente a estas nuevas fincas porque al fin y al cabo eran zonas
que dominaba.

En ese choque con
los invasores se genera un conflicto que termina en jornadas de cacería
y en la muerte de al menos 200 ejemplares cada año en Colombia,
Bolivia, Venezuela, Ecuador, Perú y norte de Argentina, los seis países
donde hacen presencia, según cifras de la Unión Mundial para la
Naturaleza (Uicn).

Tras sus huellas

Entonces,
guiados por Márquez y con la certeza de que era casi un milagro que un
oso apareciera, nos dedicamos a seguir sus huellas.

Los
rastros estaban por todas partes. Eran de un solo ejemplar, uno de los
15 que, según cálculos de los funcionarios de Parques Nacionales
Naturales, aún viven en esta zona de reserva situada a unas dos horas y
media de Bogotá.

Este animal
tímido, que a veces es masacrado para usar su grasa como medicamento y
para vender sus partes como afrodisíacos, había marcado con sus garras
las cortezas de decenas de troncos. Eran señas al mejor estilo de una
película de terror, que indicaban que había afilado sus uñas para estar
mejor preparado a la hora de darle un zarpazo mortal a su presa.

Hallamos
pelos en cientos de tallos, en el suelo y pegados en ramas situadas a
muchos metros una de la otra. Un indicio de que nuestro anfitrión había
hecho extensos recorridos para marcar su territorio y delimitar su
refugio, en el que prefiere estar solo y al que no deja entrar a
ninguno de sus congéneres.

Y
vimos puyas y quiches carcomidos y rasgados con sus dientes. Con esto,
además de subsistir, el oso nos protege de morir de sed, ya que, al
romper la planta, esparce semillas que permiten la reactivación de
nueva flora típica de páramo, cuya finalidad es básicamente absorber
toneladas de agua.

Comprobamos
que su hogar está construido en forma de loft al natural. En menos de
20 metros cuadrados estaba su cama, un nido similar al que construyen
las aves, pero unas 30 veces más grande. Y había instalado una especie
de baño donde Márquez halló porciones de excremento que sirven como un
abono que permite que las plantas se multipliquen.

En
esa misma área se hallaba el comedor, instalado en la copa de un
cucharo. Allí tenía guardado el esqueleto de un conejo. El oso es un
escalador nato, y usa estos lugares en altura para comer insectos,
pájaros, guayabas silvestres, cogollos de palmas o plantas como
bromelias. Pero tiene tanta fuerza que puede subir hasta esa especie de
mesón una danta, un ciervo o incluso un venado, animales que caza de
noche y que de vez en cuando se le convierten en una buena cena.

Antes
de comenzar el regreso a la "civilización", encontramos rastros de sus
desplazamientos. Varias huellas de sus patas, dibujadas en la tierra y
tan grandes como una mano promedio, eran la prueba de que se había
movido con rapidez. Es impresionante ver cómo el oso no deja ni un
tallo roto. Eso sí, a su paso las plantas quedan despeinadas, como si
las hubiera agitado un huracán.

Regresamos
al campamento después de casi cuatro horas de travesía. Márquez, el
resto de sus acompañantes y yo habíamos salido a ver un oso, una misión
tan difícil como ver a Dios. Nunca se nos atravesó, pero comprobamos
que existía.

Lo primero es evitar la cacería

Por
ser una especie prioritaria, Wildlife Conservation Society y Parques
Nacionales Naturales desarrolla un Plan de Acción para la Conservación
del Oso Andino. Lo primero es frenar la caza furtiva y por ello
capacitan a los campesinos para que no atenten contra la especie.

Es
usual que les disparen a los animales sin saber si es una hembra, un
cachorro o sin estar seguros de que el oso quiera comer sus vacas u
ovejas.

Lo hacen, generalmente,
por miedo a que el animal los ataque, cuando esto es poco probable. La
idea también es involucrar a las comunidades en actividades como el
ecoturismo, que les permitan tener ingresos opcionales.

Los
otros puntos de la estrategia están resumidos en la conservación del
hábitat, la delimitación más estricta de las zonas de reserva, el
incremento del conocimiento sobre el oso entre los profesionales que
monitorean su hábitat y en campañas de concienciazación sobre la
necesidad de proteger el ecosistema. Además, se está armando un Plan
Nacional de Manejo del Oso en Cautiverio.

Hasta los cultivos ilícitos están en la lista de enemigos de la especie

Se estima que los osos de anteojos en América del Sur hacen presencia a lo largo de un área de 208 mil kilómetros cuadrados.

De
ellos, 47 mil hacen parte de zonas de reserva. Colombia tiene la mayor
porción de terrenos con presencia del oso, que abarcan el 55 por ciento
de ese total.

Apenas el 17 por ciento están protegidos. En el
país quedan, según cálculos de la UICN, cerca de 5.000 individuos,
menos de una tercera parte de lo que había hace 30 años.

No
solo el avance de la frontera agrícola y el impacto de la deforestación
los han afectado. También han desaparecido de zonas como la Serranía de
la Macarena, donde han quedado aislados y sin comida por el avance de
los cultivos ilícitos y la influencia de los grupos armados.






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