OPINIÓN: Sobre las fragilidades ecológicas y otras fragilidades

Viernes, 6 Septiembre, 2013 - 13:26

Por Mirbel Epiquén

 

“Muerte de individuos, desaparición de poblaciones y extinción de especies. Esta es una visión del mundo. Pero otra visión del mundo se concentra no tanto en la presencia o ausencia sino en el número de organismos y el grado de consistencia de ese número…..estas visiones dependen mucho de la propiedad del sistema”. Así empieza el artículo de C.S. Holling (1973) titulado “Resilience and stability of ecological systems”, que justo en este mes de setiembre cumple ya 40 años de publicado y aún no ha perdido su vigencia. Junto a Holling, Lance H. Gunderson de la Universidad de Emory, Georgia (EE.UU.), han sido los autores que más ha ido profundizando en el concepto de resiliencia ecológica. ¿Pero qué es la resiliencia ecológica y por qué nos interesa explorarlo en este artículo?

 

Pues todo empezó una fría mañana de agosto en la que me llegó un correo electrónico masivo con el título de: “Reconocen primer ecosistema frágil del Perú”. El remitente era un funcionario de la Dirección General Forestal y de Fauna Silvestre (DGFFS) del Ministerio de Agricultura y Riego (MINAGRI), y el adjunto era una Resolución Ministerial (RM) en la que se reconocía y se inscribía en la unica lista de ecosistemas frágiles del Perú a las lomas de Lúcumo (Lima). Inmediatamente me transporté en el tiempo y caí en el año 2006, cuando el entonces INRENA publicó un informe  denominado: “Ecosistemas frágiles y áreas prioritarias para la conservación en el Perú (ubicados fuera del SINANPE)”. En dicho informe se incluía como ecosistemas frágiles a los manglares, bosques secos, páramos, bofedales altoandinos, bofedales costeros, humedales amazónicos, lomas costeras, yungas, islas, puntas y el litoral rocoso. Es decir, gran parte del país. En ese mismo informe se definía como un ecosistema frágil “aquel medio ambiente provisto de flora y fauna asociada que tiene una representatividad única para nuestro país y que al mismo tiempo se encuentran bajo una seria amenaza al ser susceptibles de perder su equilibrio por una intervención antrópica de pequeña a moderada magnitud”.

 

Revisando la parte resolutiva de la RM N° 274-2013-MINAGRI de las lomas de lúcumo, encontré algo muy interesante que dice: Abrir la lista de ecosistemas frágiles en el Ministerio de Agricultura y Riego, la cual será actualizada por al DGFFS del MINAGRI. Es decir, bajo la definición del concepto de fragilidad antes expuesta, es inminente el reconocimiento de gran parte del país como un gran paisaje frágil. Eso sería genial, ya que no deja de ser cierto en la realidad. Sin embargo, se corre el riesgo clásico de la gestión gubernamental de generar una voluminosa normatividad sobre nuestra biodiversidad que crece en sentido contrario a la conservación de la misma. No dudo de la buena voluntad y el esfuerzo de los chicos de la DGFFS, conozco a algunos y sé de su convicción, pero basta estar una temporada en sus zapatos para entender la fagocitosis de la carga administrativa sobre el debate técnico-científico. Entonces, antes de empezar a llenar esa lista, de ecosistemas frágiles, propongo algunos temas que se podrían ir debatiendo y eventualmente tomando en cuenta para generar normas eficaces que les hagan el contrapeso a los astutos abogados de la Sociedad Nacional de Minería, Petróleo y Energía, que son expertos en desbaratar normas bonachonas.

 

Empecemos contextualizando a la fragilidad. La fragilidad no es otra cosa que el nivel de resiliencia de un sistema. Gunderson (2000) identifica dos tipos de resiliencia, en primer lugar la resiliencia y el equilibrio global, que se define como el tiempo requerido por un sistema para retornar a un estado estacionario o equilibrio global después de una perturbación. Este tipo de resiliencia está relacionado a la ingeniería, es decir a sistemas creados por el hombre. El segundo tipo de resiliencia se denomina resiliencia y equilibrio múltiple, en la que se toma en cuenta las condiciones para mantener un sistema en un estado estacionario cuya inestabilidad puede traer otro régimen de comportamiento, esto se medirá por la magnitud del disturbio, para esto el sistema debe definir antes las variables y procesos que controlan ese comportamiento. Este tipo de resiliencia es la que se denomina como resiliencia ecológica, en ella se presume la existencia de múltiples propiedades de estabilidad y la tolerancia del sistema a las perturbaciones que facilitan la transición entre estados estables.

 

¿Pero cuáles son esos elementos intrínsecos del ecosistema?, en otras palabras ¿cuáles son esas variables que definen el nivel de resiliencia de un ecosistema? Para ello se habla de la auto-organización, definido como la interacción entre la estructura y los procesos que conducen al desarrollo del sistema. Estas relaciones en la auto-organización han sido ampliamente debatidas por ecólogos y teóricos de sistemas y hay muchos modelos al respecto. Como por ejemplo el Tilman et. al (1994, 1996) quienes demostraron que sobre periodos ecológicos breves, un incremento en el número de especies aumenta la eficiencia y estabilidad de la función de algunos ecosistemas pero decrece la estabilidad de las poblaciones de esas especies, es decir que tendríamos un ecosistema poco resiliente o mejor dicho frágil. Walker (1992) planteó una analogía, la presencia de conductores y pasajeros en el ecosistema, los conductores son las especies clave que controlan el futuro del ecosistema y los pasajeros no la alteran significativamente, sin embargo, los cambios (endógenos o exógenos) pueden cambiar estos roles en las especies. Entonces, la resiliencia ecológica reside en la diversidad de especies clave y el número de pasajeros como potenciales conductores. Finalmente Walker concluye que la diversidad produce robustez a las funciones del ecosistema y por lo tanto resiliencia en su comportamiento. Otros modelos, como el de Peterson et. al (1998) plantean escalas cruzadas de resiliencia, en la que las especies se sobreponen (en su función) y refuerzan el control de riesgo de cambio de un estado estable. Este es el caso de la pérdida de especies en un ecosistema pero cuyos efectos son escasamente percibidos.

 

Regresando a nuestro caso, lo que definirá si un ecosistema es frágil o no, será su resiliencia, y su resiliencia dependerá del tamaño o grado de perturbación y de su robustez funcional, que está dado por su diversidad (de especies) y su periodo ecológico. ¿Y entonces qué pondríamos en la lista de ecosistema frágiles?, no lo sé, antes tendríamos que saber el número de especies, sus poblaciones y su grado de consistencia (redes ecológicas) como bien lo dijo Holling. También tenemos que tomar en cuenta una condición natural de los ecosistemas, su capacidad adaptativa, definida como las alteraciones (sin intervención humana) a las variables clave que influencian sobre estados estables subyacentes, pero cuyos cambios son de un rango muy bajo.

 

Es así pues que la idea de la fragilidad de nuestros ecosistemas implica un debate no sólo conceptual, sino también operacional y estratégico, no deberíamos tener una lista de sitios frágiles sustentados en información de amenazas, solamente, sino completando la propuesta con datos de poblaciones, redes tróficas, diversidad funcional de los servicios de ese ecosistema. Claro que mi amigo “Memo” de la DGFFS me dirá que lo urgente desplaza a lo importante en la administración pública, y yo le responderé que hay muchos allá afuera que podrían darse el tiempo para cavilar y humildemente colaborar con sólidas normas que sustenten nuestras estrategias de proteger la diversidad natural en un país de políticas y democracias tan frágiles como sus ecosistemas.

 

Fuente: Rumbos del Perú

 

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