Un mundo nuevo en Chingaza
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Nota publicada en El Espectador
En las faldas del páramo de Chingaza (Colombia), en la cuenca del río Blanco, que serpentea por el sector de Mundo Nuevo y atraviesa Choachí y parte de La Calera, las comunidades llevan cuatro años guardando sus bosques y nacederos de agua para adaptarse al cambio climático.
Su estrategia es, en realidad, muy simple. Si el cambio climático es producto del mal uso de los recursos naturales y del aumento en las emisiones de carbono, entre otras causas, lo más sencillo sería crear planes sostenibles y restaurar el medio ambiente.
Fue justamente eso, entonces, lo que hicieron 600 familias de nueve veredas. Se reunían a menudo para discutir con las autoridades y los integrantes del Programa Nacional de Adaptación al Cambio Climático del Ideam, el Ministerio de Ambiente y Conservación Internacional, que les daban una guía.
Los mitines, sin embargo, fueron antecedidos por un proceso educativo que congregó a profesores, estudiantes y padres de familia. Había que sensibilizar a los pobladores sobre la importancia de los bosques andinos. Dicho de otro modo, sobre cómo se verían todos afectados si los bosques andinos dejaran de ser lo que son: árboles que recogen agua (el agua con que se bañan, el agua con que lavan los platos después de la comida) y la riegan en los ríos y cuencas, alimentando su caudal.
Vistas las posibles consecuencias, la comunidad abrió espacios dedicados a los Planes de Vida Adaptativos. Lo que había que registrar, en primer lugar, era el ciclo del agua, regulada por su actividad conjunta con el bosque, y el del carbono, que el bosque atrapa. Se preguntaron cuánto carbono almacenaba el bosque, qué cambios tendría el ciclo del agua si, por el cambio climático, subiera la temperatura.
Tenían que prevenir inundaciones, desbordamientos, derrumbes. Pudieron erigir un muro, fundar una represa. No quisieron, sin embargo.
La iniciativa está en contra de la adaptación “negra”: jarillones, represas, puentes —dice Klaus Schutze, coordinador de alta montaña—. Eso no soluciona nada. El tema es qué papel cumple el ecosistema. No es proteger un pajarito, sino las funciones y las relaciones del ambiente. Tenemos que aprender a vivir del mismo modo en que los bosques se adaptan. Hay que saber que el agua, con o sin jarillón, va a subir.
Los habitantes —sin erigir un muro, sin fundar una represa— organizaron viveros y restauraron las fuentes de agua. Pero no podían vivir sólo de eso. De modo que también crearon, en cerca de 200 predios, sistemas de ganadería y siembra de papa, incluidos en un proyecto de agroecología para tomar recursos de las áreas forestales sin acabarlas.
El proyecto está en su última etapa y para la segunda fase, cuenta Schutze, los planes son distintos: extender sus propuestas a todos los páramos que rodean a Bogotá y que la surten de agua.
Lo importante es que la gente vuelva a reconocer su territorio —afirma Schutze—. La alta montaña, para ellos, es sagrada.
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